Dos imágenes para recordar a los negros muertos
Por Cristian Zapata
Ahora, mientras todo el año Estados Unidos ha hervido con protestas masivas de la comunidad negra; mientras declaran un toque de queda en Baltimore, la ciudad donde murió Poe; mientras aumentan las ya docenas de jóvenes negros muertos a manos de policías, quienes luego son suspendidos con sueldo y luego absueltos por eso que allá llaman el gran jurado; mientras cada nuevo caso de esos supera en alarma al que se tenía por peor; mientras un hombre negro muere sofocado por un policía que le aplica una llave de candado al cuello, en frente de una cámara que lo graba todo; mientras otro adolescente negro desarmado recibe doce tiros de un agente que le dispara desde su patrulla “en defensa propia”; mientras otro niño negro juega con una pistola de juguete en un parque hasta que un agente llega y le dispara de lejos, creyéndolo un criminal; mientras Freddie Gray, otro joven negro, muere en un hospital con el 80 por ciento de su columna vertebral misteriosamente destrozada después de un procedimiento “normal” de captura; mientras el número de gente negra detenida en las cárceles norteamericanas se acerca cada vez más al 40 por ciento del total de presos del país. Mientras todo eso ocurre, yo recuerdo dos imágenes.
Y vienen a la memoria para desalentar. Para mostrar que a veces confundimos el movimiento con la mera convulsión. Para mostrar que a pesar de toda el agua corrida abajo del puente, se sigue en el mismo estanque. Y que del agua estancada, decía Blake, sólo se puede esperar veneno.
La primera imagen que se me viene a la cabeza es la fotografía de Emmett Till. Esta:
Un chico negro, del Chicago de los años 40, insinuando una sonrisa pícara con unos ojos llenos de cierta chispa. Emmett Till murió cuando tenía apenas 14 años mientras pasaba vacaciones en el delta de Misisipi. Se atrevió a decirle un piropo a una joven blanca. Algunos incluso dijeron que no pasó de un silbido cuando la vio pasar. Lo secuestraron, le sacaron un ojo, le dispararon en una oreja, le hacharon el cuerpo y lo arrojaron el río con una maquinaria pesada atada por un alambre de púa a lo que quedaba de cuerpo, para que se hundiera.
Cuando por fin lo encontraron, días después, y le hicieron las exequias, la madre no dejó que cerraran el ataúd para mostrar a todo el mundo la infamia espeluznante. El escándalo logró cierto renombre nacional. Tanto que propició algo insólito: investigar el hecho y acusar a unos responsables por hacer algo que se hacía normalmente y sin ninguna represalia como era matar negros.
Se llevaron a cabo dos juicios contra Roy Bryant, el esposo de la joven a la que Emmett se atrevió a mirar, y varios de sus secuaces. En ambas ocasiones el gran jurado los absolvió. A pesar de que el mismo Bryant iba a admitir que lo mató por haberle hablado a su esposa blanca, en una entrevista que dio para la revista Look en 1956, y por la que cobró 4000 dólares.
Hace poco, 50 años después, cuando los responsables ya estaban muertos, el gobierno, en un acto ridículo y afrentoso, quiso exhumar el cadáver del muchacho, para determinar la responsabilidad de los asesinos en una intención simbólica que sin embargo se recibió como un insulto.
El caso de Emmett Till sería apenas una anécdota silenciosa de difícil recordación, si Bob Dylan no lo saca del olvido, y con la gala de ser quizás el mejor poeta de la lengua, le escribe una canción: The death of Emill Till. En ella acaba diciendo que: “This song is just a reminder to remind/ your fellow man/ that this kind of thing still lives today in that ghost-robbed Ku klux klan.”
La otra imagen que recuerdo, fue de años después. 1968. Cuando las barricadas en París y las carnicerías de Praga y ciudad de México. A la par con esto, y en esa misma ciudad, en México, se celebraron los juegos olímpicos. En la prueba de atletismo de los 200 metros, trasmitida al mundo entero por la recién estrenada televisión, un joven negro de 23 años, criado en las calles de Harlem, John Carlos rebasó a todos su rivales y ganó el primer lugar con mucha facilidad, seguido por su compatriota Tommy Smith, también negro.
Minutos después de la prueba vino la ceremonia de premiación. Recibirían la medalla, mientras la bandera norteamericana se izaba con poderío y sonaba el himno. Pero algo rompió el aburrido protocolo. Los dos chicos negros subieron al podio descalzos, para recordar su origen humilde, y mientras oían el himno, inclinaron la cabeza y levantaron su brazo, calzando en la muñeca un guante negro empuñado, símbolo del poder negro. Era su discreta y contundente forma de dejar al descubierto los vejámenes de un país que mataba a los de su misma raza que no podían correr tan rápido como ellos. Como lo llegó a escribir el famoso Dany Conh Bendit, fue la primera vez que dos negros americanos le gritaron a toda la raza blanca: We won´t Kiss asses anymore! Aquí la imagen:
Pero la pagaron caro. John Carlos fue el de la idea. Convenció a Tommy Smith poco antes de la premiación y le prestó su guante. Nunca volvió a correr. A la vuelta a su país lo despreciaron. Atacaron a su familia. Lo expulsaron de su ciudad y se ocuparon de no dejarlo trabajar en adelante en ningún lugar. Fue por mucho tiempo uno de los hombres más odiados por los norteamericanos. Muchos años después, hablando de esta terrible época, declararía que: “Fue duro, mi familia y yo tuvimos hambre, pero no lamento nada. Fue necesario hacer comprender a mis compatriotas que ellos no podían comprar a los negros con chupetes o medallas olímpicas.”
Ahora, tantos tiempo después, mientras la tierra de Poe sigue convertida en campo de batalla, nos damos cuenta que John Carlos tenía razón. Y también Dylan. Ambos la tenían. Porque hoy día sigue revoloteando el fantasma robado del Ku kux klan, aún bajo el gobierno del primer negro en la historia norteamericana. Esta vez hizo falta más que un chupete o una medalla. Fue necesaria la presidencia. Aunque con eso bastó para en todo caso comprarlo. Por extraño que parezca, eso se puede tomar también como un avance. El agua corre, aunque sigue envenenada.
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